La final del mundial de México ’86 es, a mi modesto entender, la coronación de la experiencia más feliz, más completa, más perfecta que puede albergar en el alma cualquier argentino que ame el fútbol y que tenga más de treinta años de edad. Argentina había ganado el título mundial en 1978 pero… en esos puntos suspensivos caben un sinnúmero de contradicciones, de emociones disímiles, de recuerdos difíciles de digerir y mucho más, de poner en palabras.
Cuando se jugó el mundial en Argentina buena parte de la población lo vivió como una auténtica fiesta. No fuimos capaces –tal vez por ingenuidad, tal vez por ignorancia, tal vez por una mezcla de todos nuestros más mezquinos defectos- de situarnos críticamente frente a lo que pasaba en nuestro país fuera del rectángulo de juego. Sufrimos y festejamos según nuestro estilo: sin medida y sin remordimientos. Pero cuando, sobre el final de la dictadura militar, empezaron a ventilarse nuestros antiguos trapos y su mugre, nos vimos obligados a mirar ese mundial bajo un cristal nuevo, oscurecido por nuestras miserias y nuestros olvidos.
Ocho años después vivimos nuestra epopeya. Como toda epopeya, requirió un comienzo aciago, el gesto adusto de los augures, el meneo de cabeza de los entendidos. Argentina dio pena durante la eliminatoria, y clasificó poco menos que por milagro. Allá fuimos, con la certeza de que nos volvíamos rápido con el rabo entre las patas. Y de repente, Argentina comenzó a hilvanar triunfos categóricos, juegos lucidos, espectáculos brillantes. Desde la nada o peor, desde la más negra oscuridad, el equipo de Bilardo construyó una campaña inolvidable. Más de una vez se han cargado las tintas sobre el nivel excepcional que desplegó Diego Maradona en ese torneo. Es cierto. Tanto como el modo en que descollaron sus compañeros. Argentina fue un equipo inexpugnable, pero no porque no recibiera goles en su arco, sino porque siempre era evidente que terminaría por demoler el arco contrario. Nunca más experimenté, como entonces, la sensación que me asaltaba cuando estaba por comenzar cada partido: “Hoy ganamos.” Y era cierto. Creo que cualquier futbolero puede comprender que para un hincha, ese y no otro es el paraíso.
La final con Alemania fue ni más ni menos que eso. Argentina se puso arriba dos a cero como si estuviera cumpliendo una profecía. Pero claro, desde los griegos sabemos que las buenas historias requieren obstáculos y complicaciones. Alemania se fue al humo, como mandaba su historia, y empató el partido, faltando diez minutos. Eran otros tiempos. Hoy, tal vez, los dos equipos se tirarían atrás para tomar aliento, o especularían con dejar pasar el alargue hasta los penales. Eso no fue lo que ocurrió. Los dos siguieron como hasta entonces: jugando y metiendo. Maradona inventó un pase profundo para Burruchaga que definió ante la salida del arquero. Si pudo hacerlo fue porque Alemania seguía jugando de igual a igual, cambiando golpe por golpe, y yendo a buscar el partido.
Tengo para mí que México 86 fue el último de los mundiales románticos, plagado de partidazos disputados entre equipos convencidos de que la verdad estaba siempre en el arco de enfrente. La final entre Argentina y Alemania no fue la excepción. Se me dirá, y con razón, que ese no es el único modo de jugar al fútbol. Permítaseme responder, sin ánimo de ofensa, que es absolutamente cierto: pero cómo nos divertimos en ese mundial, Dios mío.
Cuando se jugó el mundial en Argentina buena parte de la población lo vivió como una auténtica fiesta. No fuimos capaces –tal vez por ingenuidad, tal vez por ignorancia, tal vez por una mezcla de todos nuestros más mezquinos defectos- de situarnos críticamente frente a lo que pasaba en nuestro país fuera del rectángulo de juego. Sufrimos y festejamos según nuestro estilo: sin medida y sin remordimientos. Pero cuando, sobre el final de la dictadura militar, empezaron a ventilarse nuestros antiguos trapos y su mugre, nos vimos obligados a mirar ese mundial bajo un cristal nuevo, oscurecido por nuestras miserias y nuestros olvidos.
Ocho años después vivimos nuestra epopeya. Como toda epopeya, requirió un comienzo aciago, el gesto adusto de los augures, el meneo de cabeza de los entendidos. Argentina dio pena durante la eliminatoria, y clasificó poco menos que por milagro. Allá fuimos, con la certeza de que nos volvíamos rápido con el rabo entre las patas. Y de repente, Argentina comenzó a hilvanar triunfos categóricos, juegos lucidos, espectáculos brillantes. Desde la nada o peor, desde la más negra oscuridad, el equipo de Bilardo construyó una campaña inolvidable. Más de una vez se han cargado las tintas sobre el nivel excepcional que desplegó Diego Maradona en ese torneo. Es cierto. Tanto como el modo en que descollaron sus compañeros. Argentina fue un equipo inexpugnable, pero no porque no recibiera goles en su arco, sino porque siempre era evidente que terminaría por demoler el arco contrario. Nunca más experimenté, como entonces, la sensación que me asaltaba cuando estaba por comenzar cada partido: “Hoy ganamos.” Y era cierto. Creo que cualquier futbolero puede comprender que para un hincha, ese y no otro es el paraíso.
La final con Alemania fue ni más ni menos que eso. Argentina se puso arriba dos a cero como si estuviera cumpliendo una profecía. Pero claro, desde los griegos sabemos que las buenas historias requieren obstáculos y complicaciones. Alemania se fue al humo, como mandaba su historia, y empató el partido, faltando diez minutos. Eran otros tiempos. Hoy, tal vez, los dos equipos se tirarían atrás para tomar aliento, o especularían con dejar pasar el alargue hasta los penales. Eso no fue lo que ocurrió. Los dos siguieron como hasta entonces: jugando y metiendo. Maradona inventó un pase profundo para Burruchaga que definió ante la salida del arquero. Si pudo hacerlo fue porque Alemania seguía jugando de igual a igual, cambiando golpe por golpe, y yendo a buscar el partido.
Tengo para mí que México 86 fue el último de los mundiales románticos, plagado de partidazos disputados entre equipos convencidos de que la verdad estaba siempre en el arco de enfrente. La final entre Argentina y Alemania no fue la excepción. Se me dirá, y con razón, que ese no es el único modo de jugar al fútbol. Permítaseme responder, sin ánimo de ofensa, que es absolutamente cierto: pero cómo nos divertimos en ese mundial, Dios mío.
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